lunes, 12 de marzo de 2012

El chisquero del Raúl

Jorge siempre era el que encontraba las cosas interesantes y Alberto era el más gracioso de los tres, recuerdo sus ojos vivarachos y su talante alegre. Lo que más nos gustaba era bajar al río y ver los animales y los insectos, la ranas y renacuajos en las pozas que se hacían al lado del puerto. Siempre nos metíamos con los chicos de la casa, que eran dos tiparracos varios años mayores que nosotros, pero muy repipis y empollones.

¡Sin embargo a nosotros nos gustaba la aventura! Siempre estábamos explorando, construyendo, inventando, imaginando... ellos sin embargo estaban todo el día haciéndose los mayores. Lo peor de todo es que querían que fuésemos como ellos, la llevan clara, decíamos, siempre nos reíamos y seguíamos a lo nuestro. Vivíamos todos en la misma casa, era un pueblo con una casa, la nuestra, una granja y un río. Muy sencillo todo.

Uno de los mayores, Raúl, fumaba unos cigarros largos y mentolados que olían a cuerno de cabra, para encenderlos utilizaba un Zippo plateado del que siempre presumía.

Una tarde, Jorge, Alberto y yo fuimos a espiar a los "mayores" al puerto, Raúl le decía a Juan que si nos veía comportarnos "inadecuadamente" debía llamar a la policía para que noseque cosa del autoritanoseque no se perdiera y no nos subiéramos a la "chepa", en fin, algo un poco raro, al principio creíamos que se trataba de una excursión al desierto por lo de la chepa y los camellos y las palabras esas raras debían ser en otro idioma, lo que no entendíamos era lo de la policía, ni que fuéramos Rambo, cuando estábamos debatiendo si la mejor película de Rambo era la segunda o la tercera sonó el teléfono y los dos "mayores" se levantaron a atender la llamada en el interior de la casa. A Raúl se le cayó el mechero en la hierba y aprovechamos la ocasión para cogerlo y jugar con él.


Nunca habíamos cogido un mechero, que fascinante objeto que esconde el fuego. Un fuego capaz de hacer deliciosos asados, encender deseos en tartas, dar duchas calientes y devorar bosques enteros, que sensación de poder y destrucción en un objeto tan pequeño.

Comenzamos a jugar con aquel objeto mágico, hicimos algunos pequeños fuegos cerca de la orilla y enseguida los apagábamos, a veces se descontrolaban un poco, pero no lo demasiado para que no fuéramos capaces de extinguirlos. Quemábamos ramas y hojarasca seca, que hacían mucho humo y empezamos a temer que nos pillasen y nos castigasen de nuevo.

Los mayores salieron de la casa justo cuando terminábamos de extinguir un fuego, no nos pillaron por los pelos; corrimos por detrás de la granja y nos colamos en casa para poder seguir jugando sin que nos lo quitasen  Jorge lo encendió y le pedí que me lo dejase, se negó y empezó a retarme para que se lo quitara, empezamos a jugar y se cayó detrás del sofá, como era un zippo, la llama no se apagó, empezó a salir humo...


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